Eran las siete treinta y dos de un viernes y me desperté de
un sueño terrible por la chicharra molesta de mi teléfono. Suelo no atender:
nadie que valga la pena llama al fijo. Y aun así, sin motivo alguno más que la
necesidad de atender para que cuadre la historia, me levanté y atendí. Una voz
oficial, de esas que no tienen ni la sensibilidad de tomarse su tiempo para
anunciar ciertas cosas, dijo que Pablo había muerto en un accidente
automovilístico camino a estudiar. Corté el teléfono y me dí vuelta: estaba en
la casa azul. Todas las paredes, altísimas y azul Francia estaban repletas, hasta
la altura de mis clavículas, de recortes de diarios que anunciaban accidentes,
de fotos de amados caídos, entre ellos, mis caídos, a los que no pude salvar ni
con la palabra ni con el abrazo. Y escuché a Antonella llegar. Seguía teniendo
esa belleza terrible que paraliza a la vez que anima; pero ahora tenía a una
nena en brazos. Su hija había tenido la genética de esos ojos aterciopelados
con los que su madre miraba. En la otra mano, tenía una foto de Pablo, en donde
se lo veía leyendo sentado en el alero, al sol, delante de un patio cubierto de
maleza, repleto de pasto grueso, bien verde pero dejado, con una remera blanca
mangas cortas, los ojos contentos, el pelo a medio peinar, y la paz… esa paz
que nadie entendía de dónde salía pero que a él, la mayoría del tiempo, le
brotaba de los poros, de los ojos le caía, de la boca a las palabras, esa paz
que tenía bajo la piel, yo no sé, era terrible. La foto estaba tomada desde el
interior de la casa, y se veía el vidrio y las rejas de la ventana por las cuales
lo había fotografiado, yo, que estaba repleta del único amor en la tierra.
Antonella me dijo que lo sentía pero que tendría que sumar
la foto al muro. Me di la vuelta, no quería ver el acto que daría verdad a lo
que había escuchado por teléfono, y sin embargo… yo ya sabía. En mitad de esa
habitación, se alzaba un tramo de pared aislada, tan azul y alta como las
otras, pero que no se conectaba con ninguna otra, también repleta pero hasta la
altura de mi cabeza, de espejo. Me senté en el suelo de madera y miré que el
techo era una madeja de oscuridad por la inmensidad de los muros. A mi
izquierda, una de esas ventanas con forma de arcos españoles, con marco de
madera, una madera muy oscura, y con vidrios repartidos de colores, estaba tan
abierta que podía ver la luna inmensa sostenida como siempre por una noche que
no dejaba duda de su corporalidad. Y pensé tanto en vos, pensé tanto en cómo te
gustaban los vidrios, la madera sobre todo oscura, las cosas antiguas; pensé
tanto en la Luna que compartías con Lorca aunque vos la vivías a pesar de que
él la muriera. Y el espejo siguió ahí. Y me ví, y vi tus manos en mi hombro, vi
tus ojos dentro de los míos, y quise que te quedaras un rato más, quise que me
dijeras buenas noches antes de irte, para que pudiera volver a dormir, como te
pedía a diario, para no sentir que la soledad me nublaba o me tomaba.
No entendía por qué y sin embargo, no había más que
coherencia. Y mis dedos se movían, la parte redonda de las yemas, donde no hay
otra cosa que nervio, titilaba. Recordaba con la piel tus manos que eran la
gloria de la compañía, que eran la inmensidad alucinante de la caricia, que no
tenían precedente en la historia de la sensibilidad. Estuve harta de esa treta
que me planteaba la piel, cerré las manos en puños y astillé con la rabia del
que no comprende, del que necesita con pavor, el espejo. Ambos círculos de
líneas, extendidos a los lados de mi cabeza, se compartían mi sangre a través
de sus hendijas. Y de repente, mi sangre era un dibujo en el espejo, recorría
un patrón dentro de las circunferencias. Y miré para abajo, porque no podía
soportar la metamorfosis de mis ojos en ese coágulo de colores y humedad
(porque lo sentía, estaban dando paso a otros ojos), y vi mis piernas
salpicadas del mismo barro que salía de mis manos. Miré cómo se extendía por
mis brazos, y recordé vidas pasadas, ancestrales pero poco sabías, y te recordé
con los ojos abiertos, la sonrisa abierta y ese olorsito a calor, a vida
acurrucada que siempre tenías en el pecho, en el cuello. Te recordé con la mano
tendida.
Pasaron los días y la noche no se iba. Eras suficiente
motivo para que el sol no pudiera volver. Mis horas fueron semanas sin día, y
transcurrieron en silencio. No hacía nada más que respirar, boca arriba sobre
el piso de madera, mirando cómo la oscuridad del techo se enroscaba, liberaba y
se volvía a asfixiar a sí misma. La puerta se abrió de par en par y entraron
todos los amigos cercanos que aún conservo, se sentaron a mi lado y me
encontraron debajo de la capa de polvo y sangre seca que era yo entonces. Me
levantaron, me hundieron sus manos en el pelo, en los hombros, me sostuvieron y
hablaron. Hablaron tanto tiempo, sobre todo, se movieron a todos lados de la
casa. Giraban alrededor mío, desesperados. Y mi visión era corta, como la de
los caballos, solo veía el techo arremolinándose y a ellos transcurriendo tan
rápido que no podía verlos la mayoría del tiempo. Seguí acumulando polvo sobre
el pecho.
Días después pude sostener el cuerpo con mis propios huesos
de nuevo. Me senté a mirar en qué proceso estaban los ojos. Horas repletas de
cabezazos al espejo, de más astillas, más, más astillas. Algunos pedazos
grandes cayeron sobre la madera. Y la luna entró a mirarse también. El suelo se
hizo negro, y la luna quedó a la izquierda, alta, donde pudiera asomarse a su
reflejo cuando quisiera, pero sin perder su rol primitivo. Las estrellas, hasta
ahora ausentes de toda la noche, entraron también a astillar más la madera, y
volvieron a casarnos mientras Tilcara entraba de a puñados, de a montones por
la ventana, a través de las rendijas de la madera, por las grietas mínimas en
la pared.
Lo próximo que recuerdo, mis padres, mi hermana y yo, con un
vestido negro, cenando en un lugar especial. Ellos sin entender mi rabia, mi
vestido repleto de polvo ni mi piel sin ganas. Lucía utilizaba nuestra
fraternidad para pedirme un lujo que no me interesaba darle, y aun así le dí.
Lo tomaba de muy mala manera y yo le gritaba. Le gritaba tan alto, le gritaba
tanto que lloró. Y te ví en el daño, te ví en la herida mejor dicho. Te ví
fuera de mí. Mis padres quisieron saber, por más que no pudieran comprender,
por qué mi cuerpo encorvado se arrastraba con tanta bronca, y solo dije ‘Pablo
se fue. No va a llegar nunca más, no va a llegar’. Y ellos no entendieron,
porque no podían, porque no tenían la glándula en la garganta que te hace
necesitar el latido de otra persona.
Sin viaje ni final, estaba de nuevo en la casa azul, y mi
cabeza pendía de un mechón de pelo y piel que se habían atorado en el espejo
quebrado. Sentada ante ese muro, me daba cuenta, el dolor era otro tema.
Levanté la vista, y me vi un bosque en los ojos. Eran tuyos, eran tuyos, por
todos lados, me mirabas por cada rendija de espejo. Me mirabas con los ojos
contentos y esa paz que nadie sabe de dónde sale, con la sonrisa de quien sana,
y aun así, no habría nunca más pecho sin polvo, nunca más olor a vida
acurrucada, no habría jamás una noche que no me dominara, que no me metiera en
el juego de sus remolinos oscuros, ni una en que el miedo no me nublara. No
habría nunca más noches, eso era seguro. No habría nunca más tus ojos clavados
en la luna, preguntándose de dónde vendría esa atracción primitiva que no te
dejaba irte sin mirarla. No habría más de tus hombros guardándome, ni de tu
boca dándome aire, ni de tus manos en posición de caricia. No habría más tu
latido. Mi glándula en la garganta que me hace necesitar tu latido, no iba a
desanudarse jamás. Y sin embargo, ahí estabas. Tus ojos color bosque habían
remplazado en una metamorfosis lenta y encolerizante a los míos. Miré los
millones de ojos que me devolvían la mirada en el espejo astillado y acerqué
los dedos a los párpados. Los cerré, los acaricié y sentí el amor y el placer
que vos sentías cuando te los besaban. No había duda: eran tuyos, era tu última
mirada. Me dabas las buenas noches que me dejarían vivir.
Acaba de despertarme la chicharra molesta de mi teléfono. El
reloj dice que son las siete treinta y dos de la mañana, ¿qué clase de persona
llama a esta hora un viernes?