"Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime."- Bertolt Brecht.

sábado, 20 de octubre de 2012


Eran las siete treinta y dos de un viernes y me desperté de un sueño terrible por la chicharra molesta de mi teléfono. Suelo no atender: nadie que valga la pena llama al fijo. Y aun así, sin motivo alguno más que la necesidad de atender para que cuadre la historia, me levanté y atendí. Una voz oficial, de esas que no tienen ni la sensibilidad de tomarse su tiempo para anunciar ciertas cosas, dijo que Pablo había muerto en un accidente automovilístico camino a estudiar. Corté el teléfono y me dí vuelta: estaba en la casa azul. Todas las paredes, altísimas y azul Francia estaban repletas, hasta la altura de mis clavículas, de recortes de diarios que anunciaban accidentes, de fotos de amados caídos, entre ellos, mis caídos, a los que no pude salvar ni con la palabra ni con el abrazo. Y escuché a Antonella llegar. Seguía teniendo esa belleza terrible que paraliza a la vez que anima; pero ahora tenía a una nena en brazos. Su hija había tenido la genética de esos ojos aterciopelados con los que su madre miraba. En la otra mano, tenía una foto de Pablo, en donde se lo veía leyendo sentado en el alero, al sol, delante de un patio cubierto de maleza, repleto de pasto grueso, bien verde pero dejado, con una remera blanca mangas cortas, los ojos contentos, el pelo a medio peinar, y la paz… esa paz que nadie entendía de dónde salía pero que a él, la mayoría del tiempo, le brotaba de los poros, de los ojos le caía, de la boca a las palabras, esa paz que tenía bajo la piel, yo no sé, era terrible. La foto estaba tomada desde el interior de la casa, y se veía el vidrio y las rejas de la ventana por las cuales lo había fotografiado, yo, que estaba repleta del único amor en la tierra.

Antonella me dijo que lo sentía pero que tendría que sumar la foto al muro. Me di la vuelta, no quería ver el acto que daría verdad a lo que había escuchado por teléfono, y sin embargo… yo ya sabía. En mitad de esa habitación, se alzaba un tramo de pared aislada, tan azul y alta como las otras, pero que no se conectaba con ninguna otra, también repleta pero hasta la altura de mi cabeza, de espejo. Me senté en el suelo de madera y miré que el techo era una madeja de oscuridad por la inmensidad de los muros. A mi izquierda, una de esas ventanas con forma de arcos españoles, con marco de madera, una madera muy oscura, y con vidrios repartidos de colores, estaba tan abierta que podía ver la luna inmensa sostenida como siempre por una noche que no dejaba duda de su corporalidad. Y pensé tanto en vos, pensé tanto en cómo te gustaban los vidrios, la madera sobre todo oscura, las cosas antiguas; pensé tanto en la Luna que compartías con Lorca aunque vos la vivías a pesar de que él la muriera. Y el espejo siguió ahí. Y me ví, y vi tus manos en mi hombro, vi tus ojos dentro de los míos, y quise que te quedaras un rato más, quise que me dijeras buenas noches antes de irte, para que pudiera volver a dormir, como te pedía a diario, para no sentir que la soledad me nublaba o me tomaba.

No entendía por qué y sin embargo, no había más que coherencia. Y mis dedos se movían, la parte redonda de las yemas, donde no hay otra cosa que nervio, titilaba. Recordaba con la piel tus manos que eran la gloria de la compañía, que eran la inmensidad alucinante de la caricia, que no tenían precedente en la historia de la sensibilidad. Estuve harta de esa treta que me planteaba la piel, cerré las manos en puños y astillé con la rabia del que no comprende, del que necesita con pavor, el espejo. Ambos círculos de líneas, extendidos a los lados de mi cabeza, se compartían mi sangre a través de sus hendijas. Y de repente, mi sangre era un dibujo en el espejo, recorría un patrón dentro de las circunferencias. Y miré para abajo, porque no podía soportar la metamorfosis de mis ojos en ese coágulo de colores y humedad (porque lo sentía, estaban dando paso a otros ojos), y vi mis piernas salpicadas del mismo barro que salía de mis manos. Miré cómo se extendía por mis brazos, y recordé vidas pasadas, ancestrales pero poco sabías, y te recordé con los ojos abiertos, la sonrisa abierta y ese olorsito a calor, a vida acurrucada que siempre tenías en el pecho, en el cuello. Te recordé con la mano tendida.

Pasaron los días y la noche no se iba. Eras suficiente motivo para que el sol no pudiera volver. Mis horas fueron semanas sin día, y transcurrieron en silencio. No hacía nada más que respirar, boca arriba sobre el piso de madera, mirando cómo la oscuridad del techo se enroscaba, liberaba y se volvía a asfixiar a sí misma. La puerta se abrió de par en par y entraron todos los amigos cercanos que aún conservo, se sentaron a mi lado y me encontraron debajo de la capa de polvo y sangre seca que era yo entonces. Me levantaron, me hundieron sus manos en el pelo, en los hombros, me sostuvieron y hablaron. Hablaron tanto tiempo, sobre todo, se movieron a todos lados de la casa. Giraban alrededor mío, desesperados. Y mi visión era corta, como la de los caballos, solo veía el techo arremolinándose y a ellos transcurriendo tan rápido que no podía verlos la mayoría del tiempo. Seguí acumulando polvo sobre el pecho.

Días después pude sostener el cuerpo con mis propios huesos de nuevo. Me senté a mirar en qué proceso estaban los ojos. Horas repletas de cabezazos al espejo, de más astillas, más, más astillas. Algunos pedazos grandes cayeron sobre la madera. Y la luna entró a mirarse también. El suelo se hizo negro, y la luna quedó a la izquierda, alta, donde pudiera asomarse a su reflejo cuando quisiera, pero sin perder su rol primitivo. Las estrellas, hasta ahora ausentes de toda la noche, entraron también a astillar más la madera, y volvieron a casarnos mientras Tilcara entraba de a puñados, de a montones por la ventana, a través de las rendijas de la madera, por las grietas mínimas en la pared.

Lo próximo que recuerdo, mis padres, mi hermana y yo, con un vestido negro, cenando en un lugar especial. Ellos sin entender mi rabia, mi vestido repleto de polvo ni mi piel sin ganas. Lucía utilizaba nuestra fraternidad para pedirme un lujo que no me interesaba darle, y aun así le dí. Lo tomaba de muy mala manera y yo le gritaba. Le gritaba tan alto, le gritaba tanto que lloró. Y te ví en el daño, te ví en la herida mejor dicho. Te ví fuera de mí. Mis padres quisieron saber, por más que no pudieran comprender, por qué mi cuerpo encorvado se arrastraba con tanta bronca, y solo dije ‘Pablo se fue. No va a llegar nunca más, no va a llegar’. Y ellos no entendieron, porque no podían, porque no tenían la glándula en la garganta que te hace necesitar el latido de otra persona.

Sin viaje ni final, estaba de nuevo en la casa azul, y mi cabeza pendía de un mechón de pelo y piel que se habían atorado en el espejo quebrado. Sentada ante ese muro, me daba cuenta, el dolor era otro tema. Levanté la vista, y me vi un bosque en los ojos. Eran tuyos, eran tuyos, por todos lados, me mirabas por cada rendija de espejo. Me mirabas con los ojos contentos y esa paz que nadie sabe de dónde sale, con la sonrisa de quien sana, y aun así, no habría nunca más pecho sin polvo, nunca más olor a vida acurrucada, no habría jamás una noche que no me dominara, que no me metiera en el juego de sus remolinos oscuros, ni una en que el miedo no me nublara. No habría nunca más noches, eso era seguro. No habría nunca más tus ojos clavados en la luna, preguntándose de dónde vendría esa atracción primitiva que no te dejaba irte sin mirarla. No habría más de tus hombros guardándome, ni de tu boca dándome aire, ni de tus manos en posición de caricia. No habría más tu latido. Mi glándula en la garganta que me hace necesitar tu latido, no iba a desanudarse jamás. Y sin embargo, ahí estabas. Tus ojos color bosque habían remplazado en una metamorfosis lenta y encolerizante a los míos. Miré los millones de ojos que me devolvían la mirada en el espejo astillado y acerqué los dedos a los párpados. Los cerré, los acaricié y sentí el amor y el placer que vos sentías cuando te los besaban. No había duda: eran tuyos, era tu última mirada. Me dabas las buenas noches que me dejarían vivir.

Acaba de despertarme la chicharra molesta de mi teléfono. El reloj dice que son las siete treinta y dos de la mañana, ¿qué clase de persona llama a esta hora un viernes?





1 comentario:

  1. hace mucho que no abría el blog y lo primero que busque fué un post tuyo,nose porqué. Supongo que era la costumbre de ver tus escritos en mi lista.
    En fin, me encanto. Me gustó como describiste las cosas, podía imaginar todo. Es inspirador.

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